CRÓNICA DE LA MAGNA TRAICIÓN

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miércoles, 14 de diciembre de 2011

CONQUISTADO POR EL PODER


La primavera está en todo su esplendor. Es la primera Pascua, después del retiro en el desierto.

Jesús entra en el recinto del Templo de Jerusalén, con Pedro, Andrés, Juan, Santiago de Zebedeo, Felipe y Bartolomé. Una multitud de peregrinos llegan de todas partes. En el primer patio hay una verdadera feria.

No existe el menor recogimiento en el lugar sagrado. Quién corre. Quién llama. Quién contrata a los corderos; grita y maldice por el precio excesivo. Quién empuja a los pobres animales que balan en los corrales improvisados con cuerdas o estacas. Y son custodiados por los mercaderes. Palos, balidos, blasfemias. Insultos a los criados que se descuidan en juntar o en separar a los animales y a los compradores que regatean el precio o que se van. Y mayores insultos en los que a sabiendas, se han llevado algún cordero.

El Templo también funciona como banco financiero. Y junto a los cambistas, hay otro griterío por los abusos en el cambio en el valor monetario, que cada quién impone a su capricho; pues según el cliente, es lo que le cobran.

       Dos pobres viejecillos miran una y otra vez su bolsillo, con el dinero obtenido con tanto trabajo y sacrificio. Van de uno a otro cambista y terminan por regresar con el primero; que decide vengarse porque lo dejaron y aumenta la usura en el cambio. Luego van con los vendedores de corderos que entregan a los viejos medio ciegos, al más flaco. Entran en el Templo… Y al poco rato regresan empujando al pobre animalillo, que ha sido rechazado por los sacrificadores.

Llantos, súplicas, malos gestos, palabrotas; van y vienen sin que el vendedor se conmueva:

-             Para lo que queréis gastar galileos, el que os he dado es muy   hermoso todavía. ¡Lárguense! O dad otros cinco denarios por uno mejor.

     El anciano suplica:

     -                             ¡En Nombre de Dios! ¡Somos pobres y viejos! ¿Acaso quieres impedir que celebremos la Pascua, que tal vez sea la última? ¿No te basta lo que pediste por un pequeño animal?

            Inconmovible, el mercader exclama:

-                             ¡Lárguense apestosos! Allá viene José el Anciano y me honra con su preferencia.

            El vendedor deja a los afligidos viejos y saluda al recién llegado:

-                      ¡Dios sea contigo! ¡Ven, escoge! 

        José de Arimatea es un fariseo muy majestuoso; entra en el corral y toma un soberbio ejemplar. Luego pasa indiferente, frente a los pobrecitos que gimotean a la entrada del corral. Casi los empuja cuando pasa con el gordo cordero que va balando.

        También Jesús ha hecho su compra y es Pedro, el que lleva un cordero de regular tamaño. Pasan cerca de los viejecillos, que temerosos e indecisos lloran, mientras la gente los empuja y son insultados por el vendedor.

 Jesús es muy alto. Mide un poco más de dos metros y llega junto a ellos, cuyas cabezas apenas si le llegan a la altura del pecho. Se acerca y poniendo su mano en la espalda de la mujer, le pregunta:

      -                ¿Por qué lloras, mujer?

Ella mira muy sorprendida  y admirada a este joven alto y majestuoso, que parece un rabí y que viste una túnica y un manto blanquísimos. Porque nadie se preocupa de la gente, ni de defender a los pobres, contra la avaricia de los vendedores...

 Y le dice la razón de su llanto.

Cuando termina la transacción entre José y el mercader; Jesús se dirige a éste último:

-                      Cambia este cordero a estos fieles. No es digno del altar. Así como tampoco es justo que te aproveches de dos viejecitos, tan sólo porque son débiles e indefensos.

El hombre se sorprende y recorriéndolo con la mirada de arriba abajo, dice con desprecio:

-           ¿Y Tú quién eres?

Jesús contesta:

-           Un justo.

-           Tu modo de hablar y el de tus compañeros, te denuncian como Galileo. ¿Acaso puede haber un justo en Galilea?

       Jesús dice con seriedad:

-           Haz lo que te digo y sé justo.

       El hombre ríe con burla:

-           ¡Oíd! ¡Oíd! ¡Al galileo defensor de sus iguales! ¡Nos quiere enseñar a                   nosotros los del Templo! –al decir esto remeda la cadencia del hablar Galileo, que es más melodioso que el judío.

   La gente se reúne. Otros vendedores y cambistas, se unen para defender a su  compañero en contra de Jesús. También intervienen algunos rabíes que lo interrogan con un gran sarcasmo:

-            ¿Eres tú doctor?

Jesús contesta muy serio: 

-            Tú lo has dicho.

-            ¿Qué enseñas?

La hermosísima voz de tenor de Jesús resuena en el aire,  como una trompeta:

-           Enseño esto: a hacer de la Casa de Dios, Casa de Oración y no lugar de usura y de mercado. ¡Esto es lo que enseño!

Todos quedan paralizados por el miedo; pues Jesús parece un arcángel airado. Sus bellísimos ojos azules, parecen dos zafiros centelleantes. Y con santa Ira camina impetuoso, entre banco y banco; volcando  las mesas y las mesitas. Y todo cae al suelo con gran estrépito de monedas que rebotan y maderos quebrados. El aire se llena de gritos de ira, de pavor, de aprobación. Enseguida arranca de las manos de los mozos que cuidan los animales, las cuerdas con las que guardan los bueyes, las ovejas y los corderos. Y forma con ellos un duro látigo, en el que los lazos sueltos se convierten en flagelo. Lo levanta y le da vueltas por arriba y por abajo sin consideración alguna. ¡Y sin ninguna piedad!

   Al golpear sacude cabezas y espaldas. Los fieles se separan admirando lo que pasa.

Los culpables son perseguidos y huyen dejando en el suelo, el dinero y los animales; en medio de una gran confusión de piernas, cuernos, alas. Hay quién corre; quién vuela… todo en medio de mugidos, balidos, aleteos de palomas y de tórtolas. A este alboroto se unen las risas y burlas, con que los fieles siguen a los usureros que escapan dando alaridos que sobrepasan los berridos y balidos de los corderos, que están siendo degollados en otra parte del santuario.

Israel es una teocracia y el Templo, su principal sede de gobierno. Con toda esta barahúnda, acuden los sacerdotes, junto con los fariseos y los rabíes con sus discípulos.

Jesús está en medio del patio. Ha regresado de perseguir a los culpables y todavía tiene el látigo en la mano.

Es una estampa prodigiosa, poder contemplarlo en toda su majestuosa belleza masculina; airosa y triunfante; poderosa como un rey...

Y las preguntas llueven al mismo tiempo:

-           ¿Quién eres?

-           ¿De qué escuela provienes?

-           ¿Cómo te permites hacer esto, turbando las ceremonias prescritas?

-           Nosotros no te conocemos, ni sabemos quién eres.

             Jesús los escudriña a todos como si los traspasara con su mirada. Ellos la sienten y parecen encogerse. Jesús al contrario... Se yergue más majestuoso todavía y adquiere toda la grandeza del Hombre-Dios...

Y declara con voz poderosa:

-           Yo Soy el que puedo. Todo lo puedo. Destruid si queréis este Templo Real y Yo lo levantaré para alabar a Dios. Yo no turbo la santidad de la Casa de Dios, ni sus ceremonias. Vosotros sois la que la turbáis, permitiendo que su morada se convierta en sede de ladrones y mercaderes. Mi escuela es la Escuela de Dios. La misma que Israel tuvo cuando le hablaba el Eterno, por medio de Moisés. ¿No me conocéis?... ¡Me conoceréis! ¿No sabéis de dónde vengo?... ¡Lo sabréis!

            Y volviéndose al pueblo, sin preocuparse más por los sacerdotes. Alto, vestido de blanco, con el manto abierto y cayéndole sobre la espalda. Majestuosísimo como un Rey y con los brazos abiertos como un orador en lo más emocionante de su discurso, dice:

-           ¡Oíd, vosotros de Israel! En el Deuteronomio está escrito: establecerás jueces y magistrados en todas las puertas…y ellos juzgarán con justicia al pueblo, sin inclinarse por ninguna de las partes. No tendrás respetos personales, ni aceptarás donativos. Porque los donativos cierran los ojos de los sabios y alteran las palabras de los justos. Con justicia seguirás lo que es justo, para vivir y poseer la tierra que el Señor Dios Tuyo te habrá dado.

¡Oíd, vosotros de Israel! En el Deuteronomio está escrito: no prestarás a interés, ni dinero ni semillas, ni cosa alguna a tu hermano. Podrás hacerlo con el extranjero; pero a tu hermano no prestarás con interés, de lo que tiene necesidad. Esto ha dicho el Señor.

¡Ved ahora qué injusticia para con el pobre se comete en Israel! No triunfa el justo, sino el fuerte. Y ser pobre, ser pueblo, quiere decir ser oprimido. ¿Cómo puede el pueblo decir: “Quién nos juzga es justo” si ve que no lo respetan los que deberían hacerlo? ¿El violar los Mandamientos de Dios, es acaso respetarlo? ¿Por qué razón los sacerdotes en Israel tienen posesiones y aceptan donativos de publicanos y pecadores, los cuales los hacen para tener de su parte a los sacerdotes; así como éstos lo hacen para tener una mayor riqueza?

Dios es la herencia de los sacerdotes. Para ellos Él, el Padre de Israel; es más que Padre y les provee de comida como es justo. Pero no más de lo justo. Él no prometió a los servidores del Santuario bolsas de dinero, ni posesiones. En la Eternidad tendrán el Cielo porque fueron justos; como lo tendrán Moisés y Elías, Jacob y Abraham. Pero sobre esta tierra no deben tener más que el vestido de lino y una diadema de oro incorruptible: Pureza y Caridad. Y que el cuerpo sea siervo del espíritu, que es siervo de Dios Verdadero. Y que no sea el cuerpo quién sea señor del espíritu y contrario a Dios.

            Se me ha preguntado con qué autoridad hago esto.

Y ellos ¿Con qué autoridad profanan los Mandamientos de Dios y a la sombra de los muros sagrados permiten usura contra sus hermanos de Israel, que han venido por obedecer un Mandamiento Divino? Se me ha preguntado de qué escuela provengo y yo he respondido: “De la Escuela de Dios”. Así es Israel. Yo he venido a traerte a esta escuela santa e inmutable. Quien quiera conocer la Luz, la Verdad, la Vida. Quien quiera volver a oír la Voz de Dios que habla a su pueblo, que venga a Mí. Como habéis seguido a Moisés a través del desierto, ¡Oh, vosotros de Israel! Seguidme a Mí que os llevaré a través de un desierto más desolado al encuentro de la Verdadera Tierra Prometida. Por el mar abierto de los Mandamientos de Dios, os llevaré a ella y levantando mi señal, os curaré de cualquier mal.

Ha llegado la Hora de la Gracia. Los Patriarcas murieron esperándola, la              predijeron los Profetas y fallecieron con esta esperanza. Los justos soñaron con ella y murieron confortados con este sueño. Ha llegado la Hora.

¡Venid! El Señor está por juzgar a su Pueblo y para hacer misericordia a sus siervos. Así como lo prometió por boca de Moisés.

            El largo discurso termina y la gente agolpada alrededor de Jesús, lo ha escuchado con la boca abierta. Después comenta las palabras del nuevo Rabí. Y van y vienen preguntas.

            En un nutrido grupo de fariseos, sacerdotes y Doctores de la Ley; que están tan estupefactos, que se han quedado paralizados al igual que todos los que presencian la insólita escena…Está el escriba Sadoc y sus discípulos.

Y  entre sus asombrados oyentes, hay uno que se pregunta a sí mismo:

-            ¿Acaso es el Mesías?

Y su corazón palpita con violencia ante el pensamiento que cruza como un relámpago:

-          ¡Sí! ¡Es el Mesías! Sólo el Mesías sería capaz de hablar así a los poderosos de Israel. ¡El Rey prometido ha llegado!

Y un frenético anhelo de seguirlo y conseguir ser su discípulo, se agiganta dentro de sí y lo domina por completo. Y jala a su compañero de una manga y lo arrastra consigo.

Mientras tanto, Jesús se dirige al Patio de los Israelitas, seguido por sus amigos.

Tres días después…



            Jesús llega con sus seis discípulos a una casita que está en la orilla de la ciudad, entre la campiña y los olivos, bañada por la luz del atardecer.

Un anciano campesino, propietario del olivar, que es conocido de Juan, le dice:

-           Juan, hay dos hombres que esperan a tu amigo.

     Juan inquiere:

-           ¿Dónde están? ¿Quiénes son?

-           Están esperando en la cocina y… y… en el fondo del huerto, hay otro que es todo llagas. Hice que se quedara allí, porque…mucho me temo de que esté leproso. Dice que quiere ver al profeta que habló en el Templo.

     Jesús dice:

-           Vamos primero con éste. Diles a los otros que si quieren venir, que vengan. Hablaré con ellos en el Olivar.

           Y avanza al lugar que señaló el anciano.

     Pedro pregunta:

-           ¿Y nosotros que hacemos?

-           Venid si queréis.

     Un hombre todo embozado está pegado a la barda que sirve de apoyo a una zanja, la más cercana al sembradío. Cuando ve que Jesús se acerca, grita:

-           ¡Atrás! ¡Atrás! –Descubre su tronco, dejando caer el vestido y gritando- ¡Piedad! ¡Piedad!

       Si la cara está cubierta de costras, el tronco es un entretejido de llagas. Unas, son hoyos profundos. Otras parecen quemaduras de color rojo. Y otras más, blanquizcas y transparentes como si tuvieran un vidrio blanco.

Jesús lo mira con infinita compasión:
-                 ¡Eres leproso! ¿Para qué me quieres?
            El hombre suplica:
-                 ¡No me maldigas! ¡No me tires piedras! Me han contado que la otra tarde te manifestaste como Voz de Dios y Portador de su Gracia. Me han dicho que Tú has afirmado que al levantar tu Señal, sanas cualquier enfermedad. Por favor, ¡Levántala sobre mí! ¡Vengo de los sepulcros… desde allá! Me he arrastrado como una serpiente entre los espinos del riachuelo para llegar sin ser visto. He esperado el atardecer para hacerlo, porque en la penumbra no se distingue lo que soy. Me he atrevido. Encontré al buen amo de la casa que no me mató y sólo me dijo: “Espera junto a la barda” Por favor te lo pido, ten piedad Tú también.
            Los seis discípulos, el dueño del lugar y los dos desconocidos, se quedan paralizados y muestran claramente su repudio.

Jesús empieza a caminar para acercarse al enfermo.
            Y el leproso, grita:
-           ¡No! ¡Alto! ¡No más adelante! ¡No más!... ¡Estoy infectado!
            Pero Jesús avanza. Lo mira con tanta piedad que el hombre se pone a llorar y se arrodilla con la cara casi sobre el suelo y solloza:
-           ¡Tu Señal! ¡Tú Señal!
            Jesús sonríe lleno de majestad y dice:
-           Será levantada a su Hora. Pero Yo te digo: ¡Levántate! ¡Cúrate! ¡Lo quiero! Y sé para Mí, testigo en esta ciudad que debe conocerme. ¡Levántate, te lo mando! Y no peques más en gratitud a Dios.
El hombre se levanta poco a poco; parece emerger de la alta hierba, como de un sudario, en una tumba…
Y está curado. Grita:
-           ¡Estoy limpio! ¡Oh! ¿Qué debo hacer yo ahora por Ti?
-           Obedecer la Ley. Ve al sacerdote. Sé bueno en el porvenir. ¡Ve!
            El hombre trata de arrojarse a los pies de Jesús; pero se acuerda de que todavía está impuro según la Ley y se detiene. Entonces se besa la mano y envía con ella un beso a Jesús, llorando de alegría.
            Los otros están petrificados. Jesús le sonríe al curado y lo bendice. Le vuelve la espalda y regresa con los demás.
Su maravillosa sonrisa los hace volver en sí al decirles:
-           Amigos, era solamente una lepra de la carne. Pero vosotros veréis caer la lepra de los corazones. –Volviéndose hacia los dos desconocidos, pregunta- ¿Sois vosotros los que me buscabais? Aquí estoy. ¿Quiénes sois?
        El más alto le dice:
-           Te oímos la otra tarde en el Templo. Te buscamos por la ciudad. Uno que dijo ser pariente tuyo, nos dijo que estabas aquí.
Jesús pregunta:
-           ¿Por qué me buscáis?
-           Para seguirte si quieres. Porque has dicho palabras de  verdad.
-           ¿Seguirme? ¿Pero sabéis a donde debo ir?
-           No Maestro. Pero ciertamente que a la gloria.
-           Sí. Pero no a una gloria de la tierra; sino a la que tiene su asiento en el Cielo y que se conquista con la virtud y los sacrificios. ¿Por qué queréis seguirme?
-            Para tener parte en tu gloria.
-            ¿Según el Cielo?
-            Sí. Según el Cielo.
-            No todos pueden llegar; porque Mammón asecha a los que desean el Cielo, más que a todos los demás. Y sólo el que sabe querer con todas sus fuerzas, resiste. ¿Por qué seguirme, si seguirme significa una lucha contra el Enemigo  que es Satanás?
-            Porque así lo quiere nuestro corazón que ha quedado conquistado por Ti. Tú eres Santo y Poderoso. Queremos ser tus amigos.
            Jesús exclama:
-            ¡Amigos! –calla un rato y suspira.
 Luego mira fijamente al que siempre ha estado hablando.
Es un judío joven, elegantemente vestido y que ahora ha dejado caer el capucho de su manto hacia atrás, descubriendo su cabeza rapada.
Y Jesús le pregunta: 
-            ¿Quién eres tú, que hablas mejor que uno del pueblo?
-            Soy Judas de Simón. Soy de Keriot, pero estoy en el Templo. Soy sacerdote y fariseo. Hijo de Simón,  sacerdote fariseo de la treceava de las veinticuatro castas sacerdotes.   Soy de la tribu de Leví. Espero y sueño con el Rey de los Judíos. Te he visto que eres Rey en la Palabra y en el gesto. Tómame contigo.
-            ¿Tomarte?... ¿Ahora?... ¿Inmediatamente?... ¡No!
-            ¿Por qué Maestro?
-            Porque es mejor pesarse a sí mismo, antes de emprender un camino muy pendiente.
-            ¿No te fías de mi sinceridad?
-            ¡Tú lo has dicho! Creo en tu impulso, pero no creo en tu constancia. Piénsalo bien,  Judas. Por ahora me voy, pero regresaré para Pentecostés. Si estás en el Templo podrás verme. ¡Pésate a ti mismo!... –se vuelve hacia el otro desconocido- Y tú ¿Quién eres?
-            Otro que te vio. Querría estar contigo. Pero ahora siento miedo.
-            ¡No! La presunción es ruina. El temor puede ser obstáculo, pero si procede de la humildad, es ayuda. No tengas miedo. También tú piénsalo y cuando regrese…
-            Maestro, ¡Eres tan Santo! Tengo miedo de no ser digno. No de otra cosa. Porque de mi amor no recelo.
-            ¿Cómo te llamas?
-            Tomás. Y de sobrenombre, Dídimo.
-            Recordaré tu nombre. Vete en paz.
       Jesús los despide y entra en la casa con los seis discípulos.
            Juan pregunta:
-            ¿Por qué has hecho tanta diferencia entre los dos, Maestro? Ambos tenían el mismo impulso.
-            Amigo. Aunque el impulso sea el mismo, éste puede tener diferentes orígenes y producir diversos efectos. Ciertamente los dos tienen el mismo impulso. Pero no son iguales en el fin. El que parece menos perfecto, lo es más, porque no tiene el acicate de la gloria humana. Me ama porque… me ama.
            Pedro interviene:
-           Nosotros hemos dejado todo por Ti.
-           Lo se Pedro. Por eso os amo más. Pero también vendrá Judas.
-           ¿Quién?... ¿Judas de Keriot?... ¡Ese!... ¡No me agrada! Es un apuesto señorito, pero… prefiero… ¡Me prefiero a mí mismo!
            Todos lanzan una carcajada, con la salida de Pedro. Éste aclara:
-           No hay porqué reírse. Quise decir que prefiero ser un Galileo franco, burdo, ignorante, pescador; pero sin malicia… él tiene…no sé… ¡Ea! El Maestro entiende lo que yo pienso.
       Jesús dice:
-           Sí entiendo. Pero no hay que juzgar. Tenemos necesidad de…
 Lo interrumpen unos golpes que tocan a la puerta. Cuando la abren, Tomás entra y se arroja a los pies de Jesús. Y le suplica:
-           Maestro… no puedo esperar hasta tu regreso. Déjame contigo. Estoy lleno de defectos; pero tengo un amor único, grande y verdadero que es mi tesoro. Es tuyo y es para Ti… ¡Por favor deja que me quede Maestro!
 Jesús le pone la mano en la cabeza y dice:
-           Quédate, Dídimo. Ven conmigo. Bienaventurados los que son sinceros y tenaces en el querer. Vosotros sois benditos. Para Mí sois más que parientes; porque sois hijos y hermanos, no según la sangre que perece; sino conforme al querer de Dios y al querer vuestro espiritual. Ahora declaro que no tengo ningún pariente más cercano a Mí, que el que hace la Voluntad de mi Padre y quiere el bien. Levántate amigo. ¿Ya cenaste?
  Tomás contesta:
-            No, Maestro. Caminé unos cuantos metros con el otro que vino conmigo. Después lo dejé y me regresé diciéndole que quería hablar con el leproso curado… Lo dije porque pensé que él desdeñaría acercarse a un impuro y no me equivoqué. Pero yo te buscaba a Ti; no al leproso…Quería pedirte que me aceptaras.
-            ¿Vives lejos?
-            Estoy alojado cerca de la Puerta Oriental.
-            ¿Estás solo?
-            Estaba con parientes. Pero te oí en el Templo y me quedé para buscarte.
  Jesús sonríe y dice:
-            ¿Entonces nadie te espera?
            Tomás contesta muy feliz:
-           No, Maestro.
-           Siéntate, Tomás y come con nosotros. Somos pobres y la cena la compartiremos con amor.
 Después de que terminan de cenar, Jesús le pregunta:
-            Tomás, ¿Estarías dispuesto a hacerme un favor?
-            Ordena, Maestro. Estoy para servirte.
-            Mañana al rayar el alba, el leproso saldrá de los sepulcros, para buscar quién le avise al sacerdote. Es caridad que tú vayas antes a ese lugar y digas en voz alta: “Tú que ayer fuiste curado, ven fuera. Me manda Jesús de Nazareth, el Mesías de Israel. El que te sanó.” Con esto harás que el mundo de los muertos vivientes conozca mi Nombre y arda de esperanza. Y que a la esperanza se una la fe para que lo cure. Después, él vendrá a ti. Harás lo que te diga que tienes que hacer. Y lo ayudarás en todo como si fuese tu hermano. Le dirás también: “Cuando hayamos cumplido con tu purificación, el Maestro te espera en el camino a Jericó; junto al río. Para decirnos en qué debemos servirlo.”
-            ¡Así lo haré! ¿Y el otro?
-            ¿Quién?... ¿Iscariote?
-            Sí, Maestro.
-            Para él persiste mi consejo. Déjalo que decida por sí mismo. Y por largo, muy largo tiempo; evita aún el encontrarlo. En cuanto al leproso, déjame decirte como es; para que nadie trate de engañarte. Es alto, delgado, de piel oscura, como de sangre mezclada. Ojos profundos y muy negros, bajo unas cejas blancas. Cabellos blancos y encrespados. Nariz larga y labios gruesos. En la frente tiene una cicatriz antigua que le ha quedado.
  Felipe comenta:
  -          Entonces es un viejo, si está todo blanco.
             Jesús refuta:
-           No Felipe. Sólo es un poco mayor que yo. La lepra lo hizo canoso. Oremos...
Jesús se levanta y da gracias al Padre. Luego todos se retiran a descansar.

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